Lección Nº6. "¿Pasar por alto o en medio?"


A-1 (domingo)
Heb. 13:20, 21 "Y el Dios de paz que resucitó de los muertos a nuestro Señor Jesucristo, el Gran Pastor de las ovejas, por la sangre del pacto eterno, os haga aptos... para que hagáis su voluntad..."

Entre la gran masa de cristianos profesos no se comprende cuán ofensiva es la transgresión de la ley de Dios. No comprenden que la salvación puede obtenerse únicamente mediante la sangre de Cristo...(AFC 19 julio, R&H 8-11-1892, EGW)

En cada ofrenda para Dios hemos de reconocer aquella gran Dádiva; la única que puede hacer aceptable nuestro servicio para él...Todas nuestras ofrendas deben estar rociadas con la sangre de la expiación. Siendo la posesión comprada por el Hijo de Dios, hemos de dar al Señor nuestras propias vidas individuales (RH 24-11-1896, EGW)

Debido a su culpa, el hombre caído ya no podía ir directamente delante de Dios con sus súplicas, pues su transgresión de la ley divina había colocado una barrera infranqueable entre el Dios santo y el transgresor. Pero se ideó un plan para que la sentencia de muerte recayera sobre un sustituto. Debía haber efusión de sangre en el plan de redención, pues debía intervenir la muerte como consecuencia del pecado del hombre. Habían de prefigurar a Cristo los animales de los sacrificios. Mientras tanto, en la víctima inmolada el hombre debía ver el cumplimiento de las palabras de Dios: "Ciertamente morirás". (Id. 3-3-1874) (CBA, T-7 p.18, EGW)

Ver 2 Crón. 29:23, 24 .Los ríos de sangre que fluían... cuando se ofrecían sacrificios en tan grandes cantidades, tenían el propósito de enseñar una gran verdad, pues aun los productos de la tierra, las mercedes provistas para el sustento del hombre, las debemos a la ofrenda de Cristo sobre la cruz del Calvario. Dios nos enseña que todo lo que recibimos de él es la dádiva del amor redentor. (RH 10-11-1896) (Id. p. 39, EGW)

Debemos tener libre acceso a la sangre expiatoria de Cristo. Debemos considerar esto como el privilegio más precioso, la mayor bendición jamás concedida al hombre pecador. ¡Y cuán poca importancia se da a este gran don! ¡Cuán profunda, cuán amplia y cuán continua es esta corriente! Para cada alma sedienta de santidad hay reposo, hay descanso, hay la influencia vivificadora del Espíritu Santo y luego el santo, feliz y pacífico caminar y la preciosa comunión con Cristo. Entonces, oh entonces, podemos decir inteligentemente con Juan: "He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo." (Carta 87, 1894) (Id. p. 43, EGW)

A-2
Cuando alguno de los israelitas había "hecho algo contra alguno de los mandamientos de Jehová en cosas que no se han de hacer" siendo así "culpable", llevaba "de su voluntad" su cordero sacrificial a la puerta del tabernáculo. Antes que éste fuese ofrecido en sacrificio, el israelita que lo había traído ponía sus manos sobre la cabeza de la víctima y confesaba sus pecados "y él lo aceptará para expiarle". Entonces, el que había traído la víctima y confesado sus pecados, la degollaba. La sangre se recogía en una taza. Parte de la sangre "la rociarán alrededor sobre el altar, el cual está a la puerta del tabernáculo" (altar de los holocaustos u ofrendas ardientes); otra parte de la sangre se ponía "sobre los cuernos del altar del perfume aromático, que está en el tabernáculo del testimonio"; y parte de ella se rociaba "siete veces delante de Jehová, hacia el velo del santuario"; el resto se echaba "al pie del altar del holocausto, que está a la puerta del tabernáculo del testimonio". El cordero mismo se quemaba sobre el altar de los holocaustos. Y de todo ese servicio se concluye: "y le hará el sacerdote expiación de su pecado que habrá cometido, y será perdonado". El servicio era similar en el caso del pecado y confesión del conjunto de la congregación. Se oficiaba asimismo un servicio análogo de forma continua, mañana y tarde, en favor de toda la congregación. Pero sea que los servicios fueran de carácter individual, o bien de carácter general, la conclusión venía siempre a resultar la misma: "y le hará el sacerdote expiación de su pecado que habrá cometido, y será perdonado". Ver Levítico 4:20. (A.T. Jones, El Camino Consagrado, p. 49)

B-1 (lunes)
Sal. 68:2,3 "...Como se derrite la cera delante del fuego, así perecerán los impíos delante de Dios. Mas los justos se alegrarán; se gozarán delante de Dios, y saltarán de alegría."

Cuando Moisés regresó de su encuentro con la divina presencia en el monte, donde había recibido las tablas del testimonio, el culpable Israel no pudo soportar la luz que glorificaba su semblante. ¡Cuánto menos podrán los transgresores mirar al Hijo de Dios cuando aparezca en la gloria de su Padre, rodeado de todas las huestes celestiales, para ejecutar el juicio sobre los transgresores de su ley y sobre los que rechazan su sacrificio expiatorio! Los que menospreciaron la ley de Dios y pisotearon bajo sus pies la sangre de Cristo, "los reyes de la tierra, y los príncipes, y los ricos, y los capitanes, y los fuertes," se esconderán "en las cuevas y entre las peñas de los montes," y dirán a los montes y a las rocas: "Caed sobre nosotros, y escondednos de la cara de Aquel que está sentado sobre el trono, y de la ira del Cordero porque el gran día de su ira es venido; y ¿quién podrá estar firme?" En "aquel día arrojará el hombre, a los topos y murciélagos, sus ídolos de plata y sus ídolos de oro, . . . y se entrarán en las hendiduras de las rocas, y en las cavernas de las peñas, por la presencia formidable de Jehová, y por el resplandor de su majestad, cuando se levantare para herir la tierra." (Apoc. 6:15-17; Isa. 2:20, 21)

Entonces se verá que la rebelión de Satanás contra Dios dio como resultado la ruina de sí mismo, y de todos los que eligieron ser sus súbditos. Él hizo creer que de la transgresión resultaría un gran bien; pero se verá que "la paga del pecado es muerte." "Porque he aquí, viene el día ardiente como un horno; y todos los soberbios, y todos los que hacen maldad, serán estopa; y aquel día que vendrá, los abrasará, ha dicho Jehová de los ejércitos, el cual no les dejará ni raíz ni rama." Satanás, la raíz de todo pecado, y todos los obradores del mal, que son sus ramas, serán completamente extirpados. Se pondrá fin al pecado, y a toda la aflicción y ruina que acarreó. El salmista dice: "Destruiste al malo, raíste el nombre de ellos para siempre jamás. Oh enemigo, acabados son para siempre los asolamientos." (Rom. 6:23; Mal. 4:1; Sal. 9:5, 6)

Pero en medio de la tempestad de los castigos divinos, los hijos de Dios no tendrán ningún motivo para temer. "Jehová será la esperanza de su pueblo, y la fortaleza de los hijos de Israel." El día que traerá terror y destrucción para los transgresores de la ley de Dios, para los obedientes significará "gozo inefable y glorificado." "Juntadme mis santos -dirá el Señor;- los que hicieron conmigo pacto con sacrificio. Y denunciarán los cielos su justicia; porque Dios es el juez." (Joel 3:16; 1 Ped. 1:8; Sal. 50:5, 6) (PP, cap. 29, EGW)

Al declarar Dios el día y la hora de la venida de Jesús y conferir el sempiterno pacto a su pueblo, pronunciaba una frase y se detenía mientras las palabras de la frase retumbaban por toda la tierra. El Israel de Dios permanecía con la mirada fija en lo alto, escuchando las palabras según iban saliendo de los labios de Jehová y retumbaban por toda la tierra con el estruendo de horrísonos truenos. Era un espectáculo pavorosamente solemne. Al final de cada frase los santos exclamaban: "¡Gloria! ¡Aleluya!" Estaban sus semblantes iluminados por la gloria de Dios, y refulgían como el rostro de Moisés al bajar del Sinaí. Los malvados no podían mirarlos porque los ofuscaba el resplandor. Y cuando Dios derramó la sempiterna bendición sobre quienes le habían honrado santificando el sábado, resonó un potente grito de victoria sobre la bestia y su imagen. PE 285-286 (1858, EGW)

Cuando la voz de Dios ponga fin al cautiverio de su pueblo, será terrible el despertar para los que lo hayan perdido todo en la gran lucha de la vida... La ganancia de una vida entera les es arrebatada en un momento. Los ricos lamentan la destrucción de sus soberbias casas, la dispersión de su oro y de su plata... Los impíos están llenos de pesar, no por su indiferencia pecaminosa para con Dios y sus semejantes, sino porque Dios haya vencido. Lamentan el resultado obtenido; pero no se arrepienten de su maldad. CS 711-712 (1911, EGW)

B-2
Durante casi toda mi vida he oído decir que lo más importante de todo es llegar finalmente al cielo como sea. Más de uno me ha dicho: 'No aspiro a ningún lugar como el que sin duda ocupará Pablo; él sufrió lo indecible por Cristo. Para él habrá allí una gloriosa mansión. Pero yo, si logro atravesar las puertas de perla, ¡eso es todo cuanto deseo!' De hecho, ésta es la mentalidad subyacente: '¿Qué es lo mínimo de lo que tengo que desprenderme? ¿Qué es lo mínimo que debo sacrificar por Cristo, a fin de llegar allí? ¿Cuál es el billete más barato para el viaje al cielo? ¿Existe una tercera clase? ¿Cuánto del mundo puedo seguir amando, sin perder el cielo?'

Pero ir al cielo no es lo más importante. Es más importante ser feliz, una vez allí. Hay una cosa segura: tú y yo tendremos que vernos cara a cara con Jesucristo. Cuando miremos a los ojos del eterno Hijo de Dios que fue crucificado por nosotros, quizá invada nuestro ser la pena y la vergüenza: -'Oh, Jesús, cuánto siento estar aquí con las manos vacías. Desperdicié mi vida y energías delante del televisor, en los estadios deportivos, en los auditorios, buscando el dinero y persiguiendo el placer. ¡Ojalá pudiera vivir nuevamente la vida!' Pablo explica cuáles serán algunos de nuestros compañeros en el cielo: "fueron torturados... otros experimentaron vituperios y azotes, cadenas y prisiones. Fueron apedreados, aserrados, tentados, muertos a espada, anduvieron de acá para allá cubiertos de pieles de ovejas y cabras; pobres, angustiados, maltratados... perdidos por los desiertos, por los montes, por las cuevas y cavernas de la tierra" (Heb. 11:34-40). De hecho, te encontrarás al mismo Pablo, quien, con el rostro radiante se te acercará y te estrechará efusivamente la mano, diciéndote: 'Me llamo Pablo. No sé si sabes de mí. Fui apóstol. Alabo al Señor por su gran sacrificio por mí. Él llevó toda la carga de mi pecado. Murió por mi causa bajo la maldición de Dios. Descendió hasta lo más hondo para encontrarme y salvarme. ¡Estoy tan feliz por el privilegio que me concedió de sufrir por él! Pasé por "azotes sin número, en cárceles más, en peligro de muerte muchas veces. De los judíos cinco veces recibí cuarenta azotes menos uno. Tres veces fui azotado con varas. Una vez apedreado. Tres veces naufragué. Una noche y un día pasé a la deriva en alta mar. Anduve de viaje muchas veces. Estuve en peligro de ríos, en peligro de salteadores, en peligro de los de mi raza, en peligro de los gentiles. Peligros en la ciudad, peligros en el desierto, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos. En trabajo y fatiga, en muchos desvelos, en hambre y sed, en muchos ayunos, en frío y desnudez... -Dime, ¿qué hiciste tú por Cristo?". Si todo cuanto tienes que responder es que acudiste con cierta regularidad a los servicios religiosos y contribuiste con algunos donativos, quizá no te sientas muy feliz compartiendo la eternidad con Pablo, y te entren deseos de preguntarle dónde está la puerta de salida más próxima.

Pero ¿qué nos diferencia de Pablo? ¿Estaba él compuesto de algún material diferente al nuestro? ¡No! Simplemente, él VIO algo que nosotros estamos aún en necesidad de ver: lo que costó al Hijo de Dios tu salvación y la mía. No puedo desearte una cosa mejor... excepto que veas eso, tal como Pablo lo vio. Si es así, 'el amor de Cristo te constreñirá" a no vivir para ti, sino para él. Todo cuanto debas sacrificar por él, será un privilegio que te hará feliz. Será "fácil", como prometió en Mateo 11:28 al 30. (R.J.Wieland)

C-1(martes)
Ose. 6:6 "Porque misericordia quiero, y no sacrificio, y conocimiento de Dios más que holocaustos."

El amor al yo excluye el amor a Cristo. Los que viven para el yo son clasificados a la cabeza de la iglesia laodicense, cuyos miembros son tibios, ni fríos ni calientes. El ardor del primer amor ha caído en un egotismo egoísta. El amor de Cristo en el corazón se expresa en las acciones. Si el amor por Cristo es apagado, el amor por aquellos por quienes Cristo ha muerto se degenerará. Quizá haya una apariencia admirable en favor del celo y las ceremonias; pero esa es la sustancia de su autopomposa religión. Cristo los presenta como que le producen náuseas [se cita Apoc. 3:17-18] (MS 61, 1898, EGW)

El reproche de Cristo a los fariseos se aplica a los que han perdido el primer amor de su corazón. Una religión fría y legalista nunca puede llevar las almas a Cristo, pues es una religión sin amor y sin Cristo. Cuando se ayuna y se ora con un espíritu de justificación propia, es una abominación para Dios. La convocación solemne para el culto, la rutina de ceremonias religiosas, la humillación externa, el sacrificio obligatorio, todo esto da al mundo el testimonio de que el que hace tales cosas se considera justo a sí mismo. Estas cosas atraen la atención del observador de deberes rigurosos, que dice: Este hombre tiene derecho al cielo. Pero todo es un engaño. Las obras no pueden ganar para nosotros la entrada al cielo. La única gran ofrenda que ha sido hecha es enteramente suficiente para todos los que creen (MS 154, 1897, EGW)

[Se cita Ose. 6:6-7] Los muchos sacrificios de los judíos y el fluir de la sangre para expiar pecados por los cuales ellos no habían experimentado verdadero arrepentimiento, siempre fueron repugnantes para Dios. Él habló por medio de Miqueas diciendo: [Se cita Miq. 6:6-8.]

Las ofrendas costosas y una apariencia de santidad no pueden ganar el favor de Dios.

Él exige por sus misericordias un espíritu contrito, un corazón abierto a la luz de la verdad, amor y compasión por nuestros semejantes y un espíritu que se niegue a ser seducido por la avaricia o el egoísmo. Los sacerdotes y gobernantes carecían de esos elementos esenciales para recibir el favor de Dios, y sus ofrendas más preciosas y sus vistosas ceremonias eran una abominación a la vista del Señor (ST 21-3-1878, EGW)

En todas partes existe ahora una oposición directa al Evangelio. Nunca fue mayor la confederación del mal que en el momento actual. Los espíritus de las tinieblas se están combinando con los instrumentos humanos para afianzarlos firmemente contra los mandamientos de Dios. Tradiciones y falsedades se exaltan por encima de las Escrituras; la razón y la ciencia por encima de la revelación; el talento humano por encima de las enseñanzas del Espíritu; las formas y ceremonias por encima del poder vital de la piedad. Necesitamos el toque divino. (RH 19-3-1895, EGW)

Los hombres no se ponen en comunión con el cielo visitando una montaña santa o un templo sagrado. La religión no ha de limitarse a las formas o ceremonias externas. La religión que proviene de Dios es la única que conducirá a Dios. A fin de servirle debidamente, debemos nacer del Espíritu divino. Esto purificará el corazón y renovará la mente, dándonos una nueva capacidad para conocer y amar a Dios. Nos inspirará una obediencia voluntaria a todos sus requerimientos. Tal es el verdadero culto. Es el fruto de la obra del Espíritu Santo. Por el Espíritu es formulada toda oración sincera, y una oración tal es aceptable para Dios. Siempre que un alma anhela a Dios, se manifiesta la obra del Espíritu, y Dios se revelará a esa alma. Él busca adoradores tales. Espera para recibirlos y hacerlos sus hijos e hijas. (DTG, p.159,160, EGW)

C-2
"El que quiere, tome del agua de vida de balde". Es decir, tómela como un don. Así, en Isaías 55:1, leemos: "A todos los sedientos: Venid a las aguas; y los que no tienen dinero, venid, comprad, y comed. Venid, comprad, sin dinero y sin precio, vino y leche".

Fue la carta a los Romanos la que propició la Reforma en Alemania. Se había enseñado a la gente a que creyese que la forma de obtener la justicia era comprándola, sea mediante arduo trabajo, o bien mediante el pago de dinero. La idea de que pueda comprarse con dinero no es hoy tan popular como entonces, pero muchos no católicos creen aún que es necesario hacer alguna obra a fin de obtenerla.

Cierto día estaba yo hablando con un hombre en relación con la justicia como un don gratuito de Dios. Mi interlocutor defendía la idea de que no podemos obtener nada del Señor sin hacer algo a cambio. Cuando le pregunté qué creía que debíamos hacer para ganar el perdón de los pecados, respondió que debemos orar para ello.

Es con ese concepto de la oración con el que los [católicos] romanos o los hindúes devotos "pronuncian" tantas oraciones al día, añadiendo algunas extra de vez en cuando, para quedar cubiertos ante posibles omisiones. Pero aquel que "pronuncia" una oración, no ora en realidad. La oración pagana, tal como ilustra la escena de los profetas de Baal dando saltos y provocándose heridas (1 Rey. 18:26-28), es una obra; mientras que la verdadera oración no lo es. Si alguien viene a mí diciéndome que se está muriendo de hambre, y yo le doy algo de comida, ¿qué te parece si al referir posteriormente el hecho, explicase que yo le hice obrar para obtener esa comida? ¿Cuál fue su obra? ¿Pedirla? ¿Podría alguien pensar realmente que "se ganó" aquella comida por el trabajo de pedirla? La verdadera oración es la aceptación agradecida de los dones gratuitos de Dios.

Una propiciación es un sacrificio. La afirmación declara llanamente que Cristo ha sido establecido como sacrificio para la remisión de nuestros pecados. "Ahora, al final de los siglos, se presentó una sola vez para siempre, para quitar el pecado, por medio del sacrificio de sí mismo" (Heb. 9:26). Desde luego, la noción de sacrificio o propiciación implica la necesidad de apaciguar una ira o enemistad existente. Pero observa cuidadosamente que somos nosotros quienes necesitamos el sacrificio, no Dios. Él es quien provee el sacrificio. La noción de que es preciso "propiciar" la ira de Dios a fin de que podamos ser perdonados, no tiene cabida en la Biblia.

Constituye el colmo del absurdo el suponer que Dios está tan airado con los hombres que no los perdonará a menos que se provea algo que apacigüe su ira, y entonces ofrece el don de sí mismo, con el resultado de que se apacigua su ira. "A vosotros también, que erais en otro tiempo extraños y enemigos de ánimo en malas obras, ahora empero os ha reconciliado en el cuerpo de su carne por medio de muerte" (Col. 1:21,22).

La idea cristiana de propiciación es la que ya hemos expresado. La noción pagana, demasiado a menudo mantenida también por profesos cristianos, es que el hombre debe proveer un sacrificio para aplacar la ira de su dios. La adoración pagana consiste fundamentalmente en un chantaje hacia sus dioses, con el fin de lograr su favor. Si los paganos pensaban que sus dioses estaban muy enfadados con ellos, entonces ofrecían mayores sacrificios, hasta llegar al extremo de ofrecer sacrificios humanos. Pensaban, lo mismo que piensan hoy los adoradores de Siva, en la India, que a su dios le resultaba gratificante la visión de sangre.

La persecución que tuvo lugar en tiempos pasados –y hasta cierto punto también hoy– en países tenidos por cristianos, no es más que el fruto de esa noción pagana de propiciación. Los dirigentes eclesiásticos suponen que la salvación es por las obras, y que mediante ellas puede el hombre expiar el pecado, de forma que ofrecen a la persona que ellos creen en rebeldía, como sacrificio a su dios. No al verdadero Dios, a quien no satisfacen sacrificios tales. (E.J.Waggoner- Carta a los Romanos, p. 38,39)

D-1 (miércoles)
Miq. 6:8 "Oh hombre, él te ha declarado lo que es bueno, y qué pide Jehová de ti: solamente hacer justicia, y amar misericordia, y humillarte ante tu Dios."

Dios requiere que confesemos nuestros pecados y humillemos nuestro corazón ante él. Pero al mismo tiempo debiéramos tenerle confianza como a un Padre tierno que no abandonará a los que ponen su confianza en él. Muchos de nosotros caminamos por vista y no por fe. Creemos en las cosas que se ven, pero no apreciamos las preciosas promesas que se nos dan en la Palabra de Dios. Sin embargo, no podemos deshonrar a Dios más decididamente que mostrando que desconfiamos de lo que él dice, y poniendo en duda si el Señor nos habla de verdad o nos está engañando.

Dios no nos abandona por causa de nuestros pecados. Quizás hayamos cometido errores y contristado a su Espíritu, pero cuando nos arrepentimos y acudimos a él con corazón contrito, no nos desdeña. Hay estorbos que deben ser removidos. Se han fomentado sentimientos equivocados y ha habido orgullo, suficiencia propia, impaciencia y murmuraciones. Todo esto nos separa de Dios. Deben confesarse los pecados: debe haber una obra más profunda de la gracia en el corazón. Los que se sienten débiles y desanimados deben llegar a ser hombres fuertes en Dios y deben hacer una noble obra para el Maestro. Pero deben proceder con altura; no deben ser influidos por motivos egoístas. Los méritos de Cristo son nuestra única esperanza.

Debemos aprender en la escuela de Cristo. Sólo su justicia puede darnos derecho a una de las bendiciones del pacto de la gracia. Durante mucho tiempo hemos deseado y procurado obtener esas bendiciones, pero no las hemos recibido porque hemos fomentado la idea de que podríamos hacer algo para hacernos dignos de ellas. No hemos apartado la vista de nosotros mismos, creyendo que Jesús es un Salvador viviente. No debemos pensar que nos salvan nuestra propia gracia y nuestros méritos. La gracia de Cristo es nuestra única esperanza de salvación. El Señor promete mediante su profeta: "Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase a Jehová, el cual tendrá de él misericordia, y al Dios nuestro, el cual será amplio en perdonar" (Isa. 55:7). Debemos creer en la promesa en sí, y no aceptar un sentimiento como si fuera fe. Cuando confiemos plenamente en Dios, cuando descansemos sobre los méritos de Jesús como en un Salvador que perdona los pecados, recibiremos toda la ayuda que podamos desear.

Miramos a nuestro yo como si tuviéramos poder para salvarnos a nosotros mismos, pero Jesús murió por nosotros porque somos impotentes para hacer eso. En él están nuestra esperanza, nuestra justificación, nuestra justicia. No debemos desalentarnos y temer que no tenemos Salvador, o que él no tiene pensamientos de misericordia hacia nosotros. En este mismo momento está realizando su obra en nuestro favor, invitándonos a acudir a él, en nuestra impotencia, y ser salvados. Lo deshonramos con nuestra incredulidad. Es asombroso cómo tratamos a nuestro mejor Amigo, cuán poca confianza depositamos en Aquel que puede salvarnos hasta lo sumo y que nos ha dado toda evidencia de su gran amor.

Mis hermanos, ¿esperan que sus nietos los recomendarán para recibir el favor de Dios, pensando que deben ser liberados del pecado antes de que confíen en su poder para salvar? Si esta es la lucha que se efectúa en su mente, temo que no obtengan fortaleza y que al final se desanimen.

En el desierto, cuando el Señor permitió que serpientes venenosas atacaran a los israelitas rebeldes, se instruyó a Moisés que erigiera una serpiente de bronce y ordenara que todos los heridos la miraran y vivieran. Pero muchos no vieron la utilidad de ese remedio indicado por el Cielo. Los muertos y moribundos los rodeaban por doquiera, y sabían que sin la ayuda divina su muerte era cierta; mas lamentaban sus heridas, sus dolores, su muerte segura, hasta que se les acababan las fuerzas y sus ojos quedaban vidriosos, cuando podrían haber recibido una curación instantánea.

"Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así" también fue "el Hijo del Hombre... levantado, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna" (Juan 3:14,15). Si están conscientes de sus pecados, no dediquen todas sus facultades a lamentarse por ellos, sino miren y vivan. Jesús es nuestro único Salvador, y aunque millones que necesitan ser curados rechacen su misericordia ofrecida, nadie que confía en sus méritos será abandonado para perecer. Al paso que reconozcamos nuestra condición impotente sin Cristo, no debemos desanimarnos. Debemos confiar en un Salvador crucificado resucitado. Pobre alma, enferma de pecado y desanimada, mira y vive. Jesús ha empeñado su palabra; salvará a todos los que acuden a él.

Ven a Jesús, y recibe descanso y paz. Ahora mismo puedes tener la bendición. Satanás te sugiere que eres impotente y que no puedes bendecirte a ti mismo. Es verdad: eres impotente. Pero exalta a Jesús delante de él: "Tengo un Salvador resucitado. En él confío y él nunca permitirá que yo sea confundido. Yo te invito en su nombre. Él es mi justicia y mi corona de regocijo". En lo que respecta a esto, nadie piense que su caso es sin esperanza, pues no es así. Quizá te parezca que eres pecador y que estás perdido, pero precisamente por eso necesitas un Salvador. Si tienes pecados que confesar, no pierdas tiempo. Los momentos son de oro. "Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad" (1 Juan 1: 9). Serán saciados los que tienen hambre y sed de justicia, pues Jesús lo ha prometido. ¡Precioso Salvador! Sus brazos están abiertos para recibirnos, y su gran corazón de amor espera para bendecirnos. (FO, p. 34-37, EGW)

D-2
"Sed, pues, vosotros perfectos", Mateo 5:48. Sabéis que eso es lo que la Palabra de Dios dice. Conocéis la exhortación de Hebreos 6:1 a ir "adelante a la perfección". Sabéis que el evangelio, la predicación del evangelio que vosotros y yo anunciamos, tiene por fin "que presentemos a todo hombre perfecto en Cristo Jesús" (Col. 1:28). Por lo tanto, jamás diremos que no se espera de nosotros la perfección. Debes esperarla de ti mismo. La debo esperar de mí. Y no debo aceptar nada de mí, o en mí, que no alcance la norma de la perfección por Dios establecida. ¿Qué otra cosa podría impedirnos más eficazmente el alcanzar la perfección, que pensar que tal cosa no se espera de nosotros? Repito, ¿qué podría impediros más efectivamente a vosotros y a mí el alcanzar la perfección, sino el decir que no se espera que seamos perfectos?

Por lo tanto, puesto que la Palabra de Dios establece claramente que vosotros y yo debemos ser perfectos, lo único que debemos considerar es el camino para lograrlo. Nada más. Debemos comprender claramente que la perfección, nada menor que la perfección tal como Dios la ha establecido, es lo que se espera de vosotros y de mí. Y que no aceptaremos nada en nosotros mismos, en lo que hemos hecho, ni en nada que tenga que ver con nosotros, que deje de alcanzar la perfección tal como Dios la estableció, aunque sea por el espesor de un cabello. Eso debe ser para nosotros algo muy claro, claro por siempre. Entonces, investiguemos simplemente el camino, y el hecho se cumplirá.

¿Cuál es, pues, la norma? ¿Cuál es la norma establecida por Dios? "Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto". La perfección de Dios es la única norma. A ella tenemos que referirnos, y permanecer ante nosotros mismos demandándonos siempre perfección como la de Dios; y no debemos manifestar el más mínimo ánimo de excusar o disculpar en nosotros aquello que deje de alcanzar dicha perfección en el grado que sea.

Está claro que no podemos ser perfectos en grandeza, como lo es Dios, tampoco en omnipotencia ni omnisciencia. Dios es carácter, y lo que ha establecido para vosotros y para mí es perfección del carácter como la del suyo, aquello a lo que llegaremos, lo único que debemos esperar, y lo único que hemos de aceptar en nosotros mismos...

Siendo eso así, investiguemos el camino para lograrlo. El camino, esa es la clave. Ha quedado claro que yo no soy la norma. ¡Pensad en ello! "Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto". Su perfección es la única norma. Ahora, ¿qué medida, o qué estimación de la norma es la apropiada? No es la mía, puesto que yo no puedo medir la perfección de Dios. Probablemente esté acudiendo a vuestra mente el Salmo 119:96: "A toda perfección veo límite, pero, ¡cuán inmensos son tus mandamientos!".

Ninguna mente finita puede medir la perfección de Dios. Por lo tanto, queda claro que debemos ser perfectos, que nuestra perfección debe ser como la suya, y que lo ha de ser de acuerdo con su propia estimación de la perfección suya. Eso aleja de vosotros y de mí todo el plan, y todo lo que tenga que ver con él, en cuanto a la realización del mismo. Si no puedo medir la norma, ¿como podré procurarla, incluso suponiendo que se me diese lo necesario para hacerlo? Así que, en cuanto al hacerlo, quede también claro que está absolutamente fuera de vuestra asignación...

Por lo tanto, abandonemos por siempre toda idea de que la perfección es algo que nosotros debemos obrar. La perfección es algo que hemos de poseer, no otra cosa. Dios la espera, y ha hecho provisión a tal fin. Es para ello que fuimos creados. El único objeto de nuestra existencia es precisamente ese, ser perfectos según la perfección de Dios. Y recuérdese que debemos ser perfectos de acuerdo con su carácter. Su norma de carácter debe ser la nuestra. Su mismo carácter debe ser el nuestro. No debemos tener uno como el suyo: el suyo mismo debe ser el nuestro. La perfección cristiana no es menos que eso...

El camino a la perfección cristiana, es el camino de la crucifixión, para destrucción del cuerpo de pecado, para liberación de pecar, para servir a la justicia, a la santidad, a la perfección en Jesucristo, por el Espíritu Santo, para vida eterna.

Recordáis la afirmación de que los dones son para la perfección de los santos, "hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la edad de la plenitud de Cristo". Ahí está el modelo. El camino por el que Cristo vino a este mundo de pecado, y en carne pecaminosa –vuestra carne y la mía, con la carga de los pecados del mundo–, el camino por el que él vino, en perfección y para perfección, es el camino que expone ante nosotros.

Fue nacido del Espíritu Santo. En otras palabras, fue nacido de nuevo. Vino del cielo, el unigénito Hijo de Dios, a la tierra, y nació de nuevo. Pero todo, en la obra de Cristo, guarda un patrón inverso al nuestro: Él, quien no conoció pecado, fue hecho pecado, a fin de que nosotros pudiésemos ser hechos justicia de Dios en él. Él, el que es, el que vive, el príncipe y autor de la vida, murió para que podamos vivir. Aquel cuyas salidas son desde el principio, desde los días del siglo, el Primogénito de Dios, nació de nuevo, para que nosotros pudiésemos nacer de nuevo.

Si Jesucristo nunca hubiese nacido de nuevo, ¿podríamos haberlo hecho vosotros y yo? –No. Pero Él nació de nuevo, del mundo de justicia al mundo de pecado; a fin de que nosotros pudiésemos nacer de nuevo, del mundo de pecado al de la justicia. Nació de nuevo, y fue hecho participante de la naturaleza humana, para que pudiésemos nacer de nuevo y ser así participantes de la naturaleza divina. Nació de nuevo, a la tierra, al pecado y al hombre, para que podamos ser nacidos de nuevo al cielo, a la justicia y a Dios. Dios en Cristo nos convierte en una familia. Ciertamente nos hermana, y él no se avergüenza de llamarnos hermanos suyos.

Así pues, él nació nuevamente del Espíritu Santo; porque está escrito que fue dicho a María: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te hará sombra; por lo cual también lo santo que nacerá, será llamado Hijo de Dios".

Jesús, nacido del Espíritu Santo, nacido de nuevo, creció "en sabiduría, y en edad" hasta la plenitud de la vida y el carácter en el mundo, llegando hasta el punto de poder decir a Dios, "Yo te he glorificado en la tierra: he acabado la obra que me diste que hiciese". El designio y plan de Dios en Él habían llegado a la perfección.

Jesús, nacido de nuevo, nacido del Espíritu Santo, nacido de carne y de sangre, lo mismo que nosotros, el Comandante de nuestra salvación, fue perfeccionado "mediante aflicciones". Porque "aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia. Y perfeccionado, vino a ser una fuente de eterna salvación para todos los que le obedecen" (Heb. 2:10; 5:8,9).

Jesús, pues, alcanzó la perfección en carne humana, mediante sufrimientos; ya que es en un mundo de sufrimientos donde nosotros, en carne humana, debemos alcanzarla.

Y aunque siempre estuvo creciendo, fue perfecto en todo momento. ¿Comprendéis eso? Ahí es donde muchos confunden el concepto básico de la perfección cristiana –piensan que la medida final es la única medida válida. Y es así en el plan de Dios; pero la medida final no se alcanza al principio. Vayamos nuevamente al capítulo cuarto de Efesios. Ahí se nos hace una sugerencia, en cuanto a cómo alcanzar esa perfección, –"la medida de la edad de la plenitud de Cristo". He leído el versículo decimotercero; ahora relacionadlo con el 14 y 15: "Que ya no seamos niños fluctuantes, y llevados por doquiera de todo viento de doctrina, por estratagema de hombres que, para engañar, emplean con astucia los artificios del error: Antes siguiendo la verdad en amor, crezcamos en todas cosas en aquel que es la cabeza, a saber, Cristo". Por medio del crecimiento es como debe cumplirse en vosotros y en mí; pero no puede existir crecimiento allí donde falta la vida. Se trata de crecimiento en conocimiento de Dios, en la sabiduría de Dios, en su carácter, crecimiento en Dios; por lo tanto, puede solamente darse por la vida de Dios. Pero esa vida es implantada en el hombre en el nuevo nacimiento. Nace de nuevo, nace del Espíritu Santo; y la vida de Dios es allí implantada, para que "crezcamos… en Aquel", ¿en cuántas cosas? "en todas cosas".

Recordáis que "el reino de los cielos es semejante al hombre que siembra buena simiente en su campo". "La simiente es la palabra de Dios". Se hace la siembra. Ésta crece día y noche, sin que se sepa cómo. Ahora, esa semilla, ¿es perfecta? –Sí: la hizo Dios. Comienza a brotar. ¿Que diremos del brote?

[Congregación: ‘Igualmente perfecto’]

¿Seguro?

[Voces: ‘Sí’]

No es una espiga cargada de grano; no es todavía un tallo erguido y fuerte; no es más que un simple brote que aflora en la superficie de la tierra. Pero ¿acaso no es perfecto?

[Congregación: ‘Sí’]

De acuerdo con su ciclo de desarrollo, es tan perfecto en ese momento, como lo será al final, cuando haya llegado a la maduración. ¿Lo comprendéis? No permitáis que esa confusión continúe, ¡desechadla!

Cuando el brote asoma de la tierra, os detenéis a admirarlo. Es merecedor de ello. Tiene el encanto de la perfección. Es un brote tan perfecto como el que más, pero no es más que una simple hoja lanceolada, que a duras penas se abrió camino hacia la superficie. Eso es todo cuanto hay por el momento, pero es perfecto. Es perfecto porque es tal como lo hizo Dios. Dios es el único que tiene algo que ver con él. ¿Lo veis? Pues bien, vosotros y yo, nacidos de nuevo de esa buena simiente que es la palabra de Dios –nacidos de la palabra de Dios y del Espíritu Santo, nacidos de la simiente perfecta–, cuando esa simiente brota y crece, y empieza a manifestarse en el hombre, se ven las características de Cristo. Y ¿cómo es Cristo? –Perfecto. Por lo tanto, ¿cómo es el cristiano en ese momento?

[Congregación: ‘Perfecto’]

Si somos nacidos de nuevo por el poder de Jesucristo, y Dios mismo dirige la obra, ¿cómo será lo que resultará? –Será perfecto. En eso consiste la perfección cristiana, en ese punto. Jesucristo os presenta santos, irreprochables y libres de culpa, ante el trono de Dios, en ese punto.

Aquel brote empieza a crecer y se yergue sobre el terreno; sale una nueva hoja; salen dos más, cada una de ellas tan hermosa como su gemela. La tercera aparece también; ahora ya es un tallo, y sigue creciendo. Presenta un aspecto muy distinto al que tenía al principio. Realmente diferente, pero no necesariamente más perfecto que el primero. Está más cerca de la perfección final, más próximo al propósito último de Dios; pero aún así, no por ello es más perfecto en su estado actual que cuando era un simple retoño surgiendo de la tierra.

Con el tiempo, crece hasta su altura definitiva. Se forma la espiga y aparece la inflorescencia, añadiéndole aún más belleza. Finalmente se llena de grano: es la espiga en su plenitud. Perfecto. Y cada grano no lo es menos. La obra, la obra de Dios, está allí consumada. Ha sido perfeccionada. Ha alcanzado la perfección, de acuerdo con el designio que Dios tuvo para ella al concebirla.

Eso es la perfección cristiana. Viene por el crecimiento. Pero este puede solamente producirse por la vida de Dios. Y siendo la vida de Dios la única fuente posible, solamente puede crecer de acuerdo con el orden de Dios. Sólo él puede dirigir el crecimiento. Solamente él conoce el modelo a la perfección. Cristo es el modelo. Dios conoce perfectamente el modelo, y puede hacernos crecer en perfección de acuerdo con ese modelo. Eso es así porque en ese crecimiento hay el mismo poder y la misma vida que hay en el modelo original, Jesucristo.

De igual forma que Jesús comenzó, al nacer, como un niñito en carne humana, para crecer después hasta acabar la obra que Dios le había asignado; así nosotros, nacidos de nuevo, creciendo en él en todas cosas, llegamos ahora al día en el que, lo mismo que él, diremos en toda justicia, "te he glorificado en la tierra: he acabado la obra que me diste que hiciese". Porque la Biblia dice que "en los días de la voz del séptimo ángel, cuando él comenzare a tocar la trompeta, el misterio de Dios será consumado". Hoy es ese día. Se nos ha dado ese misterio a fin de que lo demos al mundo. Tiene que ser consumado para el mundo, y ha de ser consumado en aquellos que lo poseen.

Pero ¿cuál es el misterio de Dios? –"Cristo en vosotros, la esperanza de gloria". "Dios… manifestado en carne". Luego en esos días, el misterio debe ser consumado en los ciento cuarenta y cuatro mil. La obra de Dios en carne humana, Dios manifestándose en carne humana –en ti y en mí– tiene que llegar a su consumación. Hemos de ser perfeccionados en Jesucristo. Mediante el Espíritu hemos de llegar a ser un hombre perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo.

¿Qué os parece? ¿Vale la pena? ¿No es acaso el camino del Señor un buen camino hacia la perfección? Oh, entonces, "dejando la palabra del comienzo en la doctrina de Cristo, vamos adelante a la perfección; no echando otra vez el fundamento del arrepentimiento de obras muertas, y de la fe en Dios, de la doctrina de bautismos, y de la imposición de manos, y de la resurrección de los muertos, y del juicio eterno". Él nos libró del fundamento inestable que teníamos mientras estábamos en pecado. Que no haya otro fundamento que no sea el servicio a la justicia para santidad, y finalmente, la vida eterna. (Extracto del sermón titulado: "La perfección cristiana", por el pastor A.T.Jones. R&H- 18, 25/7-1/8, 1899, publicado en el libro: "Lecciones sobre la fe", p.142-161)

E-1 (jueves)
1 Cor. 10:14,20 "Por tanto, amados míos, huid de la idolatría... Antes digo que lo que ["sacrificamos"], a los demonios lo ["sacrificamos"], y no a Dios; y no quiero que vosotros os hagáis partícipes con los demonios."

Cualquier cosa que nos atraiga y que tienda a disminuir nuestro amor a Dios o que impida que le rindamos el debido servicio es para nosotros un dios.... La mente, apartada de la infinita perfección de Jehová, es atraída hacia la criatura más bien que hacia el Creador, y el hombre se degrada a sí mismo en la medida en que rebaja su concepto de Dios.

"Yo soy el Señor Dios tuyo, el fuerte, el celoso." La relación estrecha y sagrada de Dios con su pueblo se representa mediante el símbolo del matrimonio. Puesto que la idolatría es adulterio espiritual, el desagrado de Dios bien puede llamarse celos. (PP, cap. 27, EGW)

Contemplando al Redentor crucificado, comprendemos más plenamente la magnitud y el significado del sacrificio hecho por la Majestad del cielo. El plan de salvación queda glorificado delante de nosotros, y el pensamiento del Calvario despierta emociones vivas y sagradas en nuestro corazón. Habrá alabanza a Dios y al Cordero en nuestro corazón y en nuestros labios; porque el orgullo y la adoración del yo no pueden florecer en el alma que mantiene frescas en su memoria las escenas del Calvario.

Los pensamientos del que contempla el amor sin par del Salvador, se elevarán, su corazón se purificará, su carácter se transformará. Saldrá a ser una luz para el mundo, a reflejar en cierto grado ese misterioso amor. Cuanto más contemplemos la cruz de Cristo, más plenamente adoptaremos el lenguaje del apóstol cuando dijo: "Lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por el cual el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo." (Gál. 6:14) (DTG, cap.72, EGW)

Muchos profesos seguidores de Cristo infringen sus principios; pero el Señor del cielo no reconoce como hijos suyos a los que guardan en su corazón cualquier cosa que ocupe el lugar que únicamente Dios debería tener. Muchos se inclinan ante la complacencia del apetito, mientras que otros lo hacen ante el vestido y el amor al mundo, y les conceden el primer lugar en el corazón...

Dios nos ha dado muchas cosas en esta vida sobre las que podemos derramar nuestros afectos; pero cuando llevamos hasta el exceso lo que en sí mismo es bueno, nos convertimos en idólatras... Cualquier cosa que separe nuestros afectos de Dios, y disminuye nuestro interés en las cosas eternas, es un ídolo. Los que emplean el tiempo precioso que Dios les ha dado -tiempo que ha sido comprado a un precio infinito- en embellecer sus hogares para ostentación, en seguir las modas y las costumbres del mundo, no sólo están privando a sus almas de alimentos espiritual, sino que también están dejando de darle a Dios lo suyo. El tiempo así gastado en la complacencia de los deseos egoístas podría emplearse en obtener conocimiento de la palabra de Dios, en cultivar nuestros talentos, para prestar un servicio inteligente a nuestro Creador... Dios no compartirá un corazón dividido. Si el mundo absorbe nuestra atención, él no puede reinar supremo. Si esto disminuye nuestra dedicación a Dios, es idolatría ante sus ojos. Dios no excusará al transgresor en este sentido.

Cuando nuestro corazón esté afinado para alabar a nuestro Hacedor, no sólo en salmos, himnos y cantos espirituales, sino también en nuestra vida, entonces viviremos en comunión con el Cielo. (Youth's Instructor, 31-12-1896, EGW)

E-2
"Lucifer, el mayor ejemplo de idolatría, (al ‘yo’)."

Cuando Satanás tentó a Adán y Eva en el jardín del Edén, su argumento fue la seguridad de que en la transgresión obtendrían una vida superior a aquella para la que habían sido creados. "Seréis como Dios", les aseguró (Gén. 3:5). Ese deseo de ser como Dios es el mismo que llevó al pecado original de Satanás en el cielo:

"¡Cómo caíste del cielo, oh Lucero, hijo del alba! Fuiste echado por tierra, tú que abatías a las naciones. Tú que decías en tu corazón: ‘Subiré al cielo, en lo alto, por encima de las estrellas de Dios levantaré mi trono, en el Monte de la Reunión, al lado norte me sentaré. Sobre las altas nubes subiré, y seré semejante al Altísimo’" (Isa. 14:12-14).

Nadie puede ser como Dios sin procurar desplazar a Dios, puesto que sólo uno puede ser "el Altísimo".

Lucifer comenzó a amarse a sí mismo, y tal ha llegado a ser la "mente" natural de todos nosotros, de no mediar la redención. Pero el amor al yo "es enemistad contra Dios" (Rom. 8:7). La enemistad, a su vez, lleva al asesinato. Dijo Jesús del diablo: "él ha sido homicida desde el principio" (Juan 8:44). Eso es cierto, ya que "todo el que aborrece a su hermano es homicida" (1 Juan 3:15). Satanás aborreció a Dios, tuvo celos de él. Así, desde el mismo principio de la rebelión de Lucifer en el cielo, comenzó a dibujarse la silueta de una cruz en las sombras de la historia de la eternidad.

Sin duda alguna Lucifer debió comenzar a ver en qué desembocaría su rebelión. Comprendió que el crimen que abrigaba en su alma era de naturaleza tenebrosa y horrible: el asesinato del eterno Hijo de Dios. Así de terrible es ceder a la devoción por el yo. Por cinco veces podemos leer en el corto pasaje de Isaías acerca de la pasión de Satanás por sí mismo. El pecado tiene su raíz en la indulgencia hacia el yo.

El problema de raíz de Satanás era amargura contra la noción de ágape, un amor que define el carácter mismo de Dios, enteramente diferente de todo cuanto nosotros, los humanos, entendemos por "amor". Nuestro amor "ama" a la gente buena; mientras que el ágape ama por igual a los indignos y a los viles. El tipo de amor que nos caracteriza depende de la belleza del objeto amado; pero el ágape ama sin distinción a lo aborrecible, también a nuestros enemigos. Nuestro amor depende del valor del objeto amado, mientras que el ágape crea valor en aquel a quien ama. Nuestro amor está siempre presto a escalar más arriba, así como el de Lucifer buscó establecer su trono "por encima de las estrellas de Dios"; el ágape, en cambio, está dispuesto a humillarse y descender tal como hizo el Hijo de Dios en esos siete pasos de increíble condescendencia que describe Filipenses 2:5 al 8. Nuestro amor humano está siempre ávido por recibir; el ágape siempre está dispuesto a dar. Nuestro amor humano desea recompensa, mientras que el ágape está dispuesto a prescindir generosamente de ella.

Por último, lo que Satanás aborreció por encima de todo fue la revelación plena del ágape manifestada en Cristo: su disposición a ceder hasta la vida eterna, a morir la segunda muerte. Tal es la expresión suprema del ágape que Lucifer intenta ocultar desesperadamente del mundo y del universo. Es exactamente lo opuesto a todo cuanto tiene que ver con él.

Lucifer tuvo que poder ponderar y reflexionar en el camino que estaba escogiendo. ¿Se arrepentiría, mientras había aún oportunidad? De ser así, sólo un camino permitiría que venciese el pecado de su alma angélica: ese indómito "yo" que codiciaba ser "semejante al Altísimo" y echarlo de su santo trono, tendría que morir. El pecado en Lucifer tendría que ser crucificado.

Una cruz espiritual en la que Lucifer muriera al yo hubiera sido la única salida a ese dilema en su incipiente guerra contra Dios. Todo su orgullo, su ego, su mimado y consentido "yo" tenía que ser depuesto voluntariamente, por libre elección, de forma que sólo la verdad, justicia y santidad prevalecieran. Lucifer estuvo tan cercano a proceder así, que llegó a comprender el significado del camino hacia su liberación.

Luego rechazó ese camino, de forma enfática, impenitente e irrevocable. ¡No tomaría ninguna cruz! Definitivamente, de forma deliberada e inteligente, Lucifer repudió la idea de la negación del yo y del sacrificio propio. Instituiría un nuevo proceder en el vasto universo de Dios: el amor a uno mismo, la búsqueda de lo propio, la auto-afirmación, la exaltación del yo. Así rechazó Lucifer la cruz.

Fue entonces cuando vino a ser el diablo y Satanás, "ese gran dragón, la serpiente antigua... que engaña a todo el mundo" (Apoc. 12:9). Un ángel de luz que aborrece la cruz se convierte en el enemigo de Dios (y el nuestro).

Ese amargo e incesante opositor al principio divino de la cruz sabe bien que para cualquier criatura pecaminosa en el universo, el único camino de retorno a la justicia es el camino de la cruz. De ahí su plan meditado y calculado por borrar ese camino del conocimiento de la humanidad. Todo lo satánico se opone a la cruz, de donde se deriva la profunda verdad de que todo lo que se opone a la cruz es satánico. ("Descubriendo la cruz" cap. 4, R.J. Wieland)

(Selección, D.A.)